Herodes había mandado apresar a Juan, y lo encadenó en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, pues se había casado con ella. Juan había dicho a Herodes: “No te es lícito tener a la esposa de tu hermano”. Herodías lo odiaba y quería matarlo, pero no podía porque Herodes tenía miedo de Juan, pues sabía que era un hombre justo y santo, y lo mantenía a salvo. Cuando lo escuchaba quedaba perplejo, pero lo escuchaba con gusto. La oportunidad llegó cuando Herodes ofreció un banquete por su cumpleaños a sus cortesanos, oficiales, y notables de Galilea. La hija de Herodías llegó al banquete y bailó, lo que agradó a Herodes y a sus invitados. El rey dijo a la joven: “Pídeme lo que quieras y te lo concederé”. Y le prometió solemnemente: “Cualquier cosa que me pidas te la daré, aun la mitad de mi reino”. Ella salió y preguntó a su madre: “¿Qué debo pedir?” Ella respondió: “La cabeza de Juan el bautista”. Ella fue de prisa ante el rey y le dijo: “Quiero que me des ahora mismo, en una bandeja, la cabeza de Juan el bautista”. El rey se entristeció sobremanera, pero a causa de su promesa y de sus invitados no quiso romper la palabra que le había dado. Inmediatamente envió a un soldado de la guardia con órdenes de llevarle la cabeza de Juan. Él fue, lo decapitó en la prisión, y trajo su cabeza en una bandeja. La entregó a la joven, y la cabeza la llevó a su madre. Cuando los discípulos se enteraron, fueron a recoger su cuerpo, y lo colocaron en un sepulcro.
Profeta se define como una persona enviada, en nombre de Dios, a proclamar la palabra de Dios al pueblo. Dios revela su voluntad y sus intenciones al profeta quien, a su vez, debe anunciarlas a todas las naciones. Sin embargo, por esta especial responsabilidad, que consiste en permanecer en contacto con Dios y proclamar palabras verdaderas, el profeta debe perseverar en una vida recta.
“No desearás la mujer de tu prójimo” (Éx 20,17) es uno de los diez mandamientos de Dios, que todos, aun los reyes, debemos observar. En este evangelio el rey Herodes no sólo desea a la mujer de su hermano sino que la desposa. Es un pecado público. Sin embargo nadie, a no ser Juan el bautista, se atrevió a cuestionar esa acción inicua. Por consiguiente, Juan pagó un alto precio con su vida
Una vez Jesús habló elogiosamente de Juan el bautista: “En verdad os digo, entre los nacidos de mujer no ha habido nadie mayor que Juan el bautista” (Mt 11,11). En efecto, al contemplar la vida y la muerte de Juan, notamos dos aspectos sobre la afirmación de Jesús:
En primer lugar, La vida de Juan es “profética”. Su nacimiento fue un milagro. Él es la segunda persona, después de María, que tuvo el privilegio de reconocer al Mesías (Lc 1,44). Su vida muestra lo que Jesús dijo sobre sus discípulos antes de enviarlos a proclamar el reino de Dios (cf. Lc 9,3; 10,4). Juan era fervoroso al anunciar el mensaje de Dios mediante una vida austera (Mr 1,4-8). En segundo lugar, Juan fue bendecido porque sirvió a Cristo. Su testimonio, el servicio del Hijo de Dios, lo convierte en el más grande entre los hombres. Sin embargo, el descubrió claramente que Jesús era mayor que él cuando dijo: “No soy digno de desatar las correas de sus sandalias” (Lc 3,16) y reconoció en Jesús “el que viene y es más grande que yo”.
Juan fue verdaderamente, con su vida entera, un profeta del Todopoderoso. Siguiendo su ejemplo, estamos llamados a ser profetas de Dios mediante nuestras buenas acciones, respetando la verdad y dando testimonio de ella
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