“Al cabo de los siete días, la palabra de Yahveh me fue dirigida en
estos términos: «Hijo de hombre, yo te he puesto como centinela de la
casa de Israel. Oirás de mi boca la palabra y les advertirás de mi
parte. Cuando yo diga al malvado: "Vas a morir", si tú no le adviertes,
si no hablas para advertir al malvado que abandone su mala conducta, a
fin de que viva, él, el malvado, morirá por su culpa, pero de su sangre
yo te pediré cuentas a ti. Si por el contrario adviertes al malvado y él
no se aparta de su maldad y de su mala conducta, morirá él por su
culpa, pero tú habrás salvado tu vida.
Un profeta es una persona llamada y elegida por Dios para un ministerio
específico: escuchar las palabras de Dios y decirlas al pueblo en nombre
de Dios. Así, un profeta se supone que es el portavoz de Dios o, en
otros términos, quien presenta a Dios a los otros.
El profeta Ezequiel ha sido elegido por Dios. Dios le ha confiado una
misión especial: «un vigía para la casa de Israel». Es enviado a un
pueblo rebelde, «los hijos tienen la cabeza dura y el corazón
empedernido» (Ez 2,4 ; cf. 3,7). Esta misión es realmente difícil porque
el pueblo puede escucharlo o apartarse de él, sin embargo, Dios quiere
que ese pueblo sepa «que había un profeta en medio de ellos» (Ez 33,33).
Quiere mostrar a ese pueblo que se ocupa de él, que nunca olvida de
enviarles sus portavoces. En cuanto al pueblo elegido y amado por Dios,
si se niega a escuchar a los profetas, deberá sufrir las consecuencias
de sus faltas. Pero si un profeta no cumple su misión, si no es fiel en
la transmisión al pueblo de las palabras de Dios, es él quien debe ser
responsable ante Dios.
Nosotros, cristianos, también hemos recibido una misión profética de
Dios. Se nos ha confiado igualmente la proclamación de Dios y de su
Evangelio a los demás. Esto significa la tarea de hacer presentes las
palabras de Dios en toda circunstancia de nuestra sociedad y de nuestra
vida.
Más aún en un tiempo en el que se relativiza toda norma, sin
distinción alguna: tanto la de Dios como la del ser humano, el papel de
un profeta se vuelve más importante. Importante no porque represente un
papel ejemplar sino porque da testimonio de las palabras de Dios. En
efecto, un profeta anuncia las palabras de Dios no como si fueran
propias, sino siendo él mismo la primera persona en ser tocada y
transformada por ellas. En otras palabras, nuestra experiencia de vivir
las palabras de Dios constituye nuestra misión profética en el mundo de
hoy.
Una de las misiones que Jesús nos da el día de nuestro bautismo es la de
ser profetas. En cuando discípulos de Jesús, somos invitados a cumplir
esta misión en nuestra vida cotidiana.
En el contexto actual de nuestra sociedad, donde uno se vuelve frágil y
precario por falta de la verdadera esperanza, cuando se siente más el
temor que la fe, cuando el mal domina aún en el alma humana por la
guerra, el terrorismo, el racismo, la gran diferencia entre ricos y
pobres…, este mundo tiene necesidad de nuestro compromiso profético que
da testimonio de la presencia y la preocupación de Dios por sus hijos.
Señor, estamos inmersos en un mundo que cambia sin cesar. Los progresos
científicos y técnicos nos ofrecen muchos beneficios. Sin embargo,
debemos estar vigilantes para no convertirnos en sus esclavos. Somos
conscientes de que vivir la fe hoy es realmente difícil. Por un lado,
nos volvemos indiferentes ante la exigencia de vivir esa fe. Pero, por
otro, el hombre contemporáneo se ha creado «un absoluto» con sus propias
normas.
Señor, sabemos que anunciar tus palabras a los hombres no significa, en
nuestros días, condenarlos sino despertarlos para que reconozcan la
misericordia y la salvación que siempre les has prometido. Entonces,
nuestra misión no es otra que la de convertirnos en un testigo concreto
de esa misericordia y esa salvación que, sobre todo, se trasluce en
nuestras vidas. Danos tu fortaleza y haznos fuertes y perseverantes para
que no abandonemos jamás esta misión. Amen.





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