miércoles, 3 de agosto de 2016

Del libro de Ezequiel 3, 16-19

“Al cabo de los siete días, la palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos: «Hijo de hombre, yo te he puesto como centinela de la casa de Israel. Oirás de mi boca la palabra y les advertirás de mi parte. Cuando yo diga al malvado: "Vas a morir", si tú no le adviertes, si no hablas para advertir al malvado que abandone su mala conducta, a fin de que viva, él, el malvado, morirá por su culpa, pero de su sangre yo te pediré cuentas a ti. Si por el contrario adviertes al malvado y él no se aparta de su maldad y de su mala conducta, morirá él por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida.





 Un profeta es una persona llamada y elegida por Dios para un ministerio específico: escuchar las palabras de Dios y decirlas al pueblo en nombre de Dios. Así, un profeta se supone que es el portavoz de Dios o, en otros términos, quien presenta a Dios a los otros.

El profeta Ezequiel ha sido elegido por Dios. Dios le ha confiado una misión especial: «un vigía para la casa de Israel». Es enviado a un pueblo rebelde, «los hijos tienen la cabeza dura y el corazón empedernido» (Ez 2,4 ; cf. 3,7). Esta misión es realmente difícil porque el pueblo puede escucharlo o apartarse de él, sin embargo, Dios quiere que ese pueblo sepa «que había un profeta en medio de ellos» (Ez 33,33). Quiere mostrar a ese pueblo que se ocupa de él, que nunca olvida de enviarles sus portavoces. En cuanto al pueblo elegido y amado por Dios, si se niega a escuchar a los profetas, deberá sufrir las consecuencias de sus faltas. Pero si un profeta no cumple su misión, si no es fiel en la transmisión al pueblo de las palabras de Dios, es él quien debe ser responsable ante Dios.

Nosotros, cristianos, también hemos recibido una misión profética de Dios. Se nos ha confiado igualmente la proclamación de Dios y de su Evangelio a los demás. Esto significa la tarea de hacer presentes las palabras de Dios en toda circunstancia de nuestra sociedad y de nuestra vida.

Más aún en un tiempo en el que se relativiza toda norma, sin distinción alguna: tanto la de Dios como la del ser humano, el papel de un profeta se vuelve más importante. Importante no porque represente un papel ejemplar sino porque da testimonio de las palabras de Dios. En efecto, un profeta anuncia las palabras de Dios no como si fueran propias, sino siendo él mismo la primera persona en ser tocada y transformada por ellas. En otras palabras, nuestra experiencia de vivir las palabras de Dios constituye nuestra misión profética en el mundo de hoy.





 Una de las misiones que Jesús nos da el día de nuestro bautismo es la de ser profetas. En cuando discípulos de Jesús, somos invitados a cumplir esta misión en nuestra vida cotidiana.

En el contexto actual de nuestra sociedad, donde uno se vuelve frágil y precario por falta de la verdadera esperanza, cuando se siente más el temor que la fe, cuando el mal domina aún en el alma humana por la guerra, el terrorismo, el racismo, la gran diferencia entre ricos y pobres…, este mundo tiene necesidad de nuestro compromiso profético que da testimonio de la presencia y la preocupación de Dios por sus hijos.

 Señor, estamos inmersos en un mundo que cambia sin cesar. Los progresos científicos y técnicos nos ofrecen muchos beneficios. Sin embargo, debemos estar vigilantes para no convertirnos en sus esclavos. Somos conscientes de que vivir la fe hoy es realmente difícil. Por un lado, nos volvemos indiferentes ante la exigencia de vivir esa fe. Pero, por otro, el hombre contemporáneo se ha creado «un absoluto» con sus propias normas. Señor, sabemos que anunciar tus palabras a los hombres no significa, en nuestros días, condenarlos sino despertarlos para que reconozcan la misericordia y la salvación que siempre les has prometido. Entonces, nuestra misión no es otra que la de convertirnos en un testigo concreto de esa misericordia y esa salvación que, sobre todo, se trasluce en nuestras vidas. Danos tu fortaleza y haznos fuertes y perseverantes para que no abandonemos jamás esta misión. Amen.


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