domingo, 30 de agosto de 2015

Tesalonicenses 4, 13-17



Hermanos: No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los hombres sin esperanza. Pues si creemos que Jesús ha muerto resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con Él.






 Ante la eterna pregunta que los hombres de todos los tiempos nos hacemos sobre el final de nuestra vida, San Pablo nos recuerda la respuesta que los cristianos, gracias a Cristo, damos: “Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con él”. No, no es la muerte el final de nuestro caminar humano. Nuestro destino final es la vida, pero no la vida como la de esta tierra, donde lo bueno se mezcla con lo malo, lo justo con lo injusto, el amor con el desamor, la fidelidad con la infidelidad… sino la vida como la desean todas las fibras de nuestro corazón, la vida en plenitud, la felicidad en plenitud, donde todo lo malo, lo raquítico, lo desasosegante, lo que nos hace sufrir, va a desaparecer para toda la eternidad.






 Estamos enrolados, gracias a Cristo Jesús, en una historia de salvación no de perdición, una historia donde el caos, el vacío, el fracaso van a ser eliminados para siempre y no entrará en el diccionario vital de las personas humanas. Así nos lo ha prometido Cristo Jesús, que es Dios y es hombre y tiene recursos suficientes para cumplir tan bella y gozosa promesa: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque muera, vivirá y vivirá para siempre”. No es extraño que san Pablo exhortase a los primeros cristianos: “No os aflijáis como los hombres sin esperanza”.





 Alfarero del hombre, mano trabajadora
que, de los hondos limos iniciales,
convocas a los pájaros a la primera aurora,
al pasto los primeros animales.

De mañana te busco, hecho de luz concreta,
de espacio puro y tierra amanecida.
De mañana te encuentro, vigor, origen, meta
de los profundos ríos de la vida.

El árbol toma cuerpo, y el agua melodía;
tus manos son recientes en la rosa;
se espesa la abundancia del mundo a mediodía,
y estás de corazón en cada cosa.

No hay brisa si no alientas, monte si no estás dentro,
ni soledad en que no te hagas fuerte.
Todo es presencia y gracia; vivir es este encuentro:
tú, por la luz; el hombre, por la muerte.

¡Que se acabe el pecado! ¡Mira que es desdecirte
dejar tanta hermosura en tanta guerra!
Que el hombre no te obligue, Señor, a arrepentirte
de haberle dado un día las llaves de la tierra. Amén.



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