Al soplo de tu nariz, se amontonaron las aguas,
las corrientes se alzaron como un dique,
las olas se cuajaron en el mar.
Decía el enemigo: «Los perseguiré y alcanzaré,
repartiré el botín, se saciará mi codicia,
empuñaré la espada, los agarrará mi mano.»
Pero sopló tu aliento, y los cubrió el mar,
se hundieron como plomo en las aguas formidables.
Extendiste tu diestra: se los tragó la tierra.
Introduces a tu pueblo
y lo plantas en el monte de tu heredad,
lugar del que hiciste tu trono, Señor;
santuario, Señor, que fundaron tus manos.
Cantaré al Señor, sublime es su victoria
La historia del paso del mar Rojo fue contada y recontada muchas veces en las noches de las familias israelíes a lo largo de miles de años. Nosotros hoy la seguimos escuchando y se nos sigue revelando que nuestro Dios no es vengativo ni justiciero. Es un Dios que escucha el clamor de su pueblo y actúa para liberar a su pueblo de la esclavitud. Engancha así con el texto de la carta de san Pablo a los Gálatas ya conocido que dice que “para ser libres nos liberó el Señor” (5,1). La libertad es el gran don de Dios a su pueblo. Por eso, la salvación consiste sobre todo en rescatarlo de la esclavitud.
Pero, ¡ojo!, la liberación de la esclavitud de Egipto no evita a los israelitas ni uno de los pasos que tuvieron que dar atravesando el desierto. La Tierra Prometida se regaló a todos pero sólo llegaron los que fueron caminando, los que subieron las cuestas, los que aguantaron el sol y la lluvia, los que fueron constantes y creyeron en la promesa.
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