domingo, 26 de julio de 2015

libro del Éxodo (32,15-24.30-34):

En aquellos días, Moisés se volvió y bajó del monte con las dos tablas de la alianza en la mano. Las tablas estaban escritas por ambos lados; eran hechura de Dios, y la escritura era escritura de Dios, grabada en las tablas.
Al oír Josué el griterío del pueblo, dijo a Moisés: «Se oyen gritos de guerra en el campamento.»
Contestó él: «No es grito de victoria, no es grito de derrota, que son cantos lo que oigo.»
Al acercarse al campamento y ver el becerro y las danzas, Moisés, enfurecido, tiró las tablas y las rompió al pie del monte. Después agarró el becerro que habían hecho, lo quemó y lo trituró hasta hacerlo polvo, que echó en agua, haciéndoselo beber a los israelitas.
Moisés dijo a Aarón: «¿Qué te ha hecho este pueblo, para que nos acarreases tan enorme pecado?»
Contestó Aarón: «No se irrite mi señor. Sabes que este pueblo es perverso. Me dijeron: "Haznos un Dios que vaya delante de nosotros, pues a ese Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos qué le ha pasado." Yo les dije: "Quien tenga oro que se desprenda de él y me lo dé"; yo lo eché al fuego, y salió este becerro.»
Al día siguiente, Moisés dijo al pueblo: «Habéis cometido un pecado gravísimo; pero ahora subiré al Señor a expiar vuestro pecado.»
Volvió, pues, Moisés al Señor y le dijo: «Este pueblo ha cometido un pecado gravísimo, haciéndose dioses de oro. Pero ahora, o perdonas su pecado o me borras del libro de tu registro.»
El Señor respondió: «Al que haya pecado contra mí lo borraré del libro. Ahora ve y guía a tu pueblo al sitio que te dije; mi ángel irá delante de ti; y cuando llegue el día de la cuenta, les pediré cuentas de su pecado.»

  El libro del Exodo nos recuerda aquel momento clave del pueblo de Israel que fue construir y adorar “el becerro de oro”. Puede sonar un poco mitológico pero si te paras a pensar, es algo tan enraizado en nuestro corazón como la vida misma. Todos creemos en algo o en alguien. Todos adoramos a dioses o diosas… y me temo que la mayoría de veces, cuanto mayor es el “idolillo” construido, mayor es la distancia o desafecto con el Dios de la Vida, con el Otro que sostiene y cuida todo… le demos el nombre que le demos.
La diferencia es total: adorar algo que nosotros mismos construimos para tener el control hasta de nuestros afectos (¿o acaso adorar no es básicamente amar y entregar la voluntad a quien amamos?) o arriesgarse a acoger a un Dios vivo que “escribe su ley en unas tablas vivas”, que nos hace “hechura suya”, que nos imprime su amor en el alma.


Ciertamente, todo “becerro de oro” siempre será más vistoso y más seguro. Poner la vida y el corazón al servicio de un Dios que no vemos ni nos dice lo que hay que hacer a ciegas, siempre será más pequeño, más humilde, más arriesgado. Es como el grano de mostaza del Evangelio o como la mujer que amasa harina con levadura para poder disfrutar del pan algún día.
La elección es nuestra, como siempre. ¡Y cuánto cuesta elegir lo pequeño, aquello que actúa en la oscuridad de la duda y la desinstalación! ¡Y cuánto llena la vida y ensancha el alma, cuando a pesar de todo, dejamos los ídolos de todos los colores y alturas y nos sentamos a la sombra serena y fresca del árbol de mostaza donde anidan hasta los pájaros más pequeños! ¿Por qué no?


 Controla nuestra impaciencia, Señor,
cuando tratamos de imponer
tu verdad, justicia y paz
en una Iglesia y en un mundo
no dispuestos todavía a acogerlas.
En nuestra impotencia y desaliento
que aprendamos a aceptar
que todo verdadero crecimiento viene de ti.
Nosotros solamente podemos
plantar la pequeña semilla,
pero eres tú quien la hace crecer
hasta llegar a ser un árbol
que puede dar cobijo
a todos los que acepten tu palabra
Te lo pedimos por Cristo nuestro Señor.



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