En aquel tiempo, al bajar Jesús del monte, lo siguió mucha gente.
En esto, se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme.»
Extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero, queda limpio.»
Y en seguida quedó limpio de la lepra.
Jesús le dijo: «No se lo digas a nadie, pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que mandó Moisés.»
El relato evangélico de la curación del leproso se desarrolla en tres momentos: la solicitud de ayuda del enfermo, la respuesta de Jesús y las consecuencias de la curación. Ante la petición humilde y confiada del leproso, Jesús responde con gestos y palabras: “Extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero, queda limpio.»” (Mt 8,3). Jesús no se sitúa a una distancia de seguridad sino que se expone al contagio. Toca al leproso. Si el mal es contagioso, el bien también lo es. Y esa fue la consecuencia que produjo ese tocar al leproso: Jesús no se contagió de la lepra que excluía sino que contagió al leproso con la cura de la compasión.
Muchas veces la Iglesia pone obstáculos en la vida de las personas, excluyéndolas de la participación plena en la vida de la Iglesia por tener “lepras morales”. En el Evangelio de hoy vemos que Jesús no sólo deja que un leproso se le acerque. Jesús además le toca, toca su misma vida, transformándola del todo. Para Jesús no hay barreras sanitarias, morales, éticas ni religiosas. Porque el amor rompe todos los muros que nos separan.
Señor Dios, Padre nuestro: Tu Hijo Jesús nos reveló tu amor, compasivo y sanador. Que su presencia aquí en medio de nosotros nos llene con su poder de compartir las miserias de nuestro prójimo. Que nuestras palabras sean como bálsamo sobre heridas abiertas en sus corazones y que nuestras acciones traigan curación a todos los que nos rodean. Te lo pedimos por Cristo, nuestro Señor.
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