domingo, 7 de junio de 2015

Evangelio según san Mateo (5,1-12):




Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron.
Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos , porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.»






 Jesús, el nuevo Moisés, sube al nuevo Sinaí, y proclama la nueva ley del Evangelio. No se trata de un monte imponente y terrible, ni sube en soledad, como Moisés. Se trata de una agradable colina, a la que Jesús sube rodeado de sus discípulos. Y la nueva ley no es una serie de nuevos preceptos y obligaciones, sino una fórmula de felicidad: Jesús, declara, sencillamente, quienes son los felices y bienaventurados a los ojos de Dios. Pero, por muy bien que suenen estas palabras, no pueden dejar de chocarnos, pues contradicen, no sólo la vieja teología de la retribución, sino también nuestras más naturales inclinaciones. ¿No es absurdo declarar felices a los que lloran, a los hambrientos, a los que sufren y son perseguidos? ¿No está Jesús contraviniendo nuestras aspiraciones más elementales y legítimas? ¿Es que los cristianos tenemos que desear padecer, sufrir, llorar? ¿No le damos la razón a aquellos que, como el filósofo Nietzsche, consideran la fe cristiana algo inhumano, una moral de rebaño, que da culto a la debilidad y desprecia las alegrías de la vida? ¿De qué nos habla hoy realmente Jesús?




 Jesús está hablando de sí mismo. Él es el nuevo Moisés, pero lo supera infinitamente, pues éste se limitaba a transmitir lo que había recibido de Dios, mientras que Jesús habla “con autoridad”, desde sí mismo. Es más, él mismo es la nueva ley, porque es el hombre que lleva la ley escrita en su corazón. Jesús no hace como hacen con frecuencia los hombres (los poderosos, los políticos, más o menos, todos), que exigen a los demás los sacrificios que ellos no tienen que hacer, que predican lo que no cumplen, que ven los toros desde la barrera. Jesús no nos dice: sed felices aunque seáis pobres, estéis sufriendo o no tengáis un pedazo de pan que llevaros a la boca. ¿No era él el que daba de comer a la multitud, porque le daba lástima de ella y no quería despedirla (cf. Mt 15, 32)? ¿No es él, precisamente, el que al tiempo que proclamaba la Buena Noticia curaba toda clase de enfermedades y dolencias, del cuerpo y del espíritu (cf. Mt 4, 23-24)? Jesús no es un embaucador que nos dice que nuestros males son en realidad bienes, y que lo que tenemos que hacer es conformarnos con ellos y, encima, estar contentos.





Jesús nos ofrece su autorretrato: es feliz, porque es el Hijo amado del Padre, por más que, al asumir la condición humana, tome sobre sí todos los sufrimientos que afligen a los seres humanos. Y, además, quiere compartir con nosotros su felicidad, invitándonos a participar de su filiación divina: incluso si nos va mal, Dios no por eso nos deja tirados, al contrario, nos mira con amor, nos bendice y nos acoge en su Hijo.
Además, las bienaventuranzas no son sólo situaciones pasivas (que padecemos), sino que implican también actitudes (disposiciones a la actividad) que hemos de asumir libremente: ser misericordiosos, purificar el propio corazón, trabajar por la paz, luchar por la justicia, incluso si somos perseguidos por ello. Es decir, participar activamente en el nacimiento de un nuevo mundo, del Reino de Dios que pugna por abrirse paso en este mundo viejo y que es el que Jesús ha venido a traernos. El hombre que se consagra a esta tarea, unido a Cristo (alentado por Él) y sirviendo a sus hermanos (alentándolos y consolándolos, como nos recuerda Pablo), conoce una felicidad profunda, una bienaventuranza que ninguna sombra de este mundo puede empañar.



 Señor Dios nuestro,
cuando tu Hijo proclamó su Buena Noticia
a los pobres y ciegos, ellos le entendieron,
por que sabían bien lo que significa
no estar satisfechos de la vida y no poder ver.
Desde el evangelio,
concédenos sentirnos pobres con los hambrientos,
andar a tientas con los ciegos,
sentirnos impotentes con los indefensos,
y pequeños con los que no cuentan, los pequeños,
para que experimentemos bien adentro,
hasta en la medula de nuestros huesos,
el mensaje de tu palabra
y lo compartamos como buena noticia
con todos los que nos rodean,
en el nombre de Jesucristo nuestro Señor.


 

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