lunes, 8 de junio de 2015

Evangelio según san Mateo (5,13-18):


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.»



 La bienaventuranza proclamada por Jesús para sus discípulos es la plenitud de la salvación, la felicidad ya incoada en esta vida, aunque en medio de dolores y persecuciones. Pero esto no debemos entenderlo como un privilegio concedido a algunos, y del que los demás quedan excluidos. La fe es la puerta de entrada a esta bienaventuranza, en la que participamos al aceptar a Jesús como nuestro Mesías y Salvador. Pero el don de la fe nos abre a los demás sin exclusiones, en los que vemos “prójimos”, hermanos e hijos del mismo Padre. Por eso la fe no puede (no debe) ocultarse, sino que su dinamismo propio es el testimonio, la proclamación, la comunicación. Si hemos experimentado la felicidad (la bienaventuranza) de ser hijos de Dios en el Hijo Jesucristo, no podemos no sentir el impulso de contagiar de esta felicidad a los que todavía no la conocen. Y es que, en verdad, el amor y la felicidad son difusivos por su propia naturaleza.



 Tras declarar bienaventurados a sus discípulos, Jesús les recuerda la responsabilidad aparejada al don recibido. La luz de la fe debe brillar, la alegría de la nueva vida de la salvación debe generar vida nueva. La sal conserva la vida y la libera de la podredumbre. La luz da orientación y sentido. No es que los creyentes en Cristo “tengan que ser” (así, como un deber moral) sal y luz. Jesús nos dice que ya lo somos: es un don ya recibido. Nuestra responsabilidad consiste en no estropear esos dones con nuestra desidia: que la sal no se vuelva insípida, que no ocultemos la luz. Si dejamos que esto suceda, nuestra fe se vuelve estéril, la bienaventuranza desvirtuada deja de serlo. No hemos de tener miedo de manifestar nuestra fe, ni avergonzarnos de seguir a Jesús. Es absurdo sentir miedo o avergonzarse de ser feliz. Pero somos felices y bienaventurados, porque hemos conocido a Jesús y lo seguimos. Y ello se traduce en obras buenas a favor de nuestros hermanos, y por las que ellos mismos dan gloria a Dios y, de este modo, empiezan también a participar de esa felicidad a la que todos están llamados, y a la que nosotros, por nuestras buenas obras, les estamos invitando.

 
Señor, Dios nuestro,
tú guardas siempre fielmente tu palabra.
Cuando llegó el tiempo oportuno
cumpliste todas tus promesas
en tu Palabra viviente Jesucristo.
Él nos expresó la palabra fidedigna
de su mensaje y de su vida.
Haz nuestras palabras fidedignas también,
para que, con tu Hijo,
digamos siempre nuestro “sí” y nuestro “Amén”
a nuestros hermanos y a ti, .



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