miércoles, 17 de junio de 2015

Evangelio según san Mateo (6,7-15):




En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes que lo pidáis. Vosotros rezad así: "Padre nuestro del cielo, santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, danos hoy el pan nuestro de cada día, perdónanos nuestras ofensas, pues nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido, no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del Maligno." Porque si perdonáis a los demás sus culpas, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas.»





‘Padre’ es la primera palabra que Jesús coloca en la oración que nos transmite. Los evangelios permiten intuir (aunque sea muy de lejos) la experiencia profunda que esa palabra recogía para él, mucho más cercana a nuestro familiar ‘papá’. Una experiencia, que como el resto del nuevo testamento transmite magistralmente en diversas formas, ese Hijo por excelencia (el más amado que nadie) ha conseguido para todos nosotros. Algo que va incluso mucho más allá de lo bellamente dicho por la constitución Dei Verbum: “Dios invisible, movido por amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía” (n. 2). Mucho más que amigos: ¡¡hijas e hijos!! Mucho más que recibirnos en su compañía: ¡invitarnos a formar familia con el Padre, el Hijo y el Espíritu para siempre!




Pero -¡cuidado!- la palabra padre es inseparable de la palabra nuestro. Cabe aplicar aquí aquello de “tanto monta, monta tanto”. Decir padre sin decir nuestro es privar a la fe de su corazón. Insistir en nuestro sin descubrir el rostro del Padre y vivir cara a él es descabezarla. Una vez más la comunidad peregrina ejerce su papel ayudándonos a descubrir la dimensión que peor percibimos y a crecer en ella. Digamos con inmensa alegría: “padre nuestro”. Refrendemos nuestra palabra con una jornada llena de gestos y pruebas de lo que creemos. Ayudemos a que alguien sienta de verdad que tiene Padre y hermanos. Eso sí que es aprovechar el día.




Señor Dios nuestro,
 ayúdanos a imitar  a tu Hijo Jesucristo en su total entrega,
incluso a costa de su vida.
Ayúdanos a superar el miedo
de ponernos en manos de los hermanos
para servirles sin reservas.
Que sepamos amarlos y servirlos
mientras, con la mayor confianza,
nos ponemos también en tus manos.
 
 
 
 
 

 

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