miércoles, 27 de julio de 2016

Jer 15, 10. 16-21







¡Ay de mí, madre mía, que me engendraste hombre de pleitos y contiendas para todo el país! Ni he prestado ni me han prestado, y todos me maldicen.

Cuando encontraba palabras tuyas, las devoraba; tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón, porque tu nombre fue pronunciado sobre mí, Señor, Dios de los ejércitos. No me senté a disfrutar con los que se divertían; forzado por tu mano, me senté solitario, porque me llenaste de ira. ¿Por qué se ha vuelto crónica mi llaga, y mi herida enconada e incurable? Te me has vuelto arroyo engañoso, de aguas inconstantes.
Entonces respondió el Señor: "Si vuelves, te haré volver a mí, estarás en mi presencia; si separas lo precioso de la escoria, serás mi boca. Que ellos se conviertan a ti, no te conviertas tú a ellos. Frente a este pueblo te pondré como muralla de bronce inexpugnable; lucharán contra ti y no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte y salvarte -oráculo del Señor-. Te libraré de manos de los perversos, te rescataré del puño de los opresores."







 Conocemos la vida y la personalidad de Jeremías mejor que la de ningún otro profeta del Antiguo Testamento gracias a los apuntes autobiográficos que él mismo nos presenta en su libro. El fragmento que leemos hoy corresponde a lo que se ha denominado “las confesiones de Jeremías” donde el profeta nos deja ver sus crisis interiores en un estilo que recuerda a los Salmos de súplica. Jeremías nació hacia el año 650 a.C. de una familia sacerdotal residente en los alrededores de Jerusalén. Fue llamado por Dios desde muy joven y tuvo que presenciar la caída y destrucción del Reino de Judá. Jeremías anunciaba la inminencia de esta derrota y por esta razón fue acusado de derrotismo por los militares, perseguido y encarcelado. Tuvo que ver la destrucción de Jerusalén por los babilonios y huir a Egipto, donde posiblemente murió.

Aunque se describe a sí mismo como un hombre de alma tierna y deseoso de paz, tuvo que ser profeta de desgracias y enfrentarse tanto a los líderes de su pueblo como a reyes enemigos. Como dice él mismo, fue enviado para «extirpar y destruir, reconstruir y plantar». En medio de ese sufrimiento, Jeremías parecer ser el pionero de la noción de una «Nueva Alianza» fundamentada en la rectitud de corazón, en una relación personal con Dios. Sus escritos tendrán una gran influencia en la restauración después del Exilio.








 En nuestra vida como predicadores y testigos del Evangelio nos encontramos con lugares en los que nuestra palabra es recibida con agrado, en los que somos reconocidos y admirados por nuestra misión. En esos momentos, es fácil sentirnos fuertes y llenos de entusiasmo frente a nuestra vocación. Pero también vivimos situaciones y encontramos lugares en los que nos enfrentamos a la indiferencia, al desprecio, la burla o, incluso, la persecución. Jeremías nos expresa uno de esos momentos de dificultad en los que se siente solo y maldecido por su misión. En una oración profunda y sincera hacia Dios le pregunta el porqué de ese sufrimiento. Algunas veces nosotros también cansados o desilusionados ante nuestros esfuerzos en vano le preguntamos a Dios porqué nuestra misión no da fruto. La gran tentación en esos momentos es la de «convertirnos a ellos», como le dice Dios al profeta, acomodarnos al contexto y restarle fuerza a nuestra palabra buscando aceptación y reconocimiento. Creo que todo cristiano y toda comunidad cristiana que busquen vivir su vida de modo profético se ven confrontados a este dilema. No se puede ser profeta o predicador sin asumir todas las consecuencias que ello implica.

Pero Jeremías nos comparte también la alegría y la esperanza que lo sostienen en medio de las dificultades: las palabras de Dios, que «devoraba», eran su gozo; la muralla que lo libra y lo salva es el Señor de los ejércitos. En el Evangelio de este día encontramos dos bellas imágenes de la alegría del creyente que lo llevan a darlo todo por el Reino de Dios. Las dificultades que encontramos en nuestra vocación y misión pueden ser muchas veces una oportunidad para purificar nuestras intenciones y descubrir que como cristianos y como predicadores, más allá de elogios y seguridades pasajeras, nuestra alegría y nuestra esperanza duraderas se encuentran en Dios.



- ¿También vosotros queréis marcharos?
- Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna
 
 Oh, Dios, protector de los que en ti esperan, sin tí nada es fuerte ni santo; multiplica sobre nosotros los signos de tu misericordia, para que, bajo tu guía providente, de tal modo nos sirvamos de los bienes pasajeros, que podamos adherirnos a los eterno. Por nuestro Señor Jesucristo. Amen. 
 
 
 

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