martes, 29 de marzo de 2016

Hechos de los apóstoles 3,1-10:







En aquellos días, subían al templo Pedro y Juan, a la oración de media tarde, cuando vieron traer a cuestas a un lisiado de nacimiento. Solían colocarlo todos los días en la puerta del templo llamada «Hermosa», para que pidiera limosna a los que entraban. Al ver entrar en el templo a Pedro y a Juan, les pidió limosna.
Pedro, con Juan a su lado, se le quedó mirando y le dijo: «Míranos.»
Clavó los ojos en ellos, esperando que le darían algo. Pedro le dijo: «No tengo plata ni oro, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar.»
Agarrándolo de la mano derecha lo incorporó. Al instante se le fortalecieron los pies y los tobillos, se puso en pie de un salto, echó a andar y entró con ellos en el templo por su pie, dando brincos y alabando a Dios. La gente lo vio andar alabando a Dios; al caer en la cuenta de que era el mismo que pedía limosna sentado en la puerta Hermosa, quedaron estupefactos ante lo sucedido. 





Emaús, el del Evangelio, al que se dirigían Cleofás y “el otro”, está cerca de Jerusalén, a unos 11 km más o menos; el nuestro, al que, quizá sin darnos cuenta, nos dirigimos a la caída de muchas tardes, cada uno sabe lo que dista y, sobre todo, lo que cuesta recorrer el camino. El hecho es que todos estamos de camino, todos somos “viatores”, todos habíamos soñado y todos, en algún momento –o en bastantes- nos sentimos decepcionados.
En el fondo, ¡ojalá en la forma, también!, cómo nos parecemos todos a Cleofás y “al otro”. Ellos y nosotros tuvimos esperanza, y, por ella, seguimos contentos al Maestro. Pero, el Maestro acabó como acabó; y lo que nosotros creíamos que iba a pasar, no llega. Quizá porque hemos olvidado que “los caminos de Dios no son nuestros caminos, ni sus planes los nuestros, nos hemos desfondado y nos vemos reflejados en la conversación que tenían aquellos discípulos al salir de Jerusalén hacia Emaús.
¿Qué hubiera sucedido con aquellos hombres si no hubieran hecho caso de aquel forastero que iba por el mismo camino que ellos? Argumentos había: estaba oscureciendo y no lo conocían.
Prevaleció la bondad y la fraternidad, y fue el comienzo de su salvación. ¿Qué hubiera sucedido si al llegar al pueblo, y hacer el forastero ademán de seguir adelante, lo hubieran despedido educadamente, “dándole incluso una tarjeta con la dirección” –nunca se sabe-? Pues que lo hubieran estropeado todo. Pero, volvió a prevalecer la ley de la hospitalidad. Y aquello los salvó ya definitivamente. Porque, a partir de entonces –como en la última parte del camino- la iniciativa la tuvo Jesús.






¿Las Escrituras? “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?”
¿La Eucaristía? “Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron”.
Sí, al final, aquellos discípulos se convencieron de la Resurrección por los mismos medios que podemos tener nosotros: las Escrituras y la Eucaristía. De otra forma, la presencia de Jesús, la presencia de Dios, pasa inadvertida para la persona humana.
Lo importante es que, como ellos, hoy, aquí y ahora nos echemos al camino e invitemos a Jesús –aunque parezca disfrazado- a explicarnos el sentido de nuestra vida y a partir y compartir, luego, el pan. La fe ya siempre será Palabra y Sacramento. Y, además, cosa de varios, comunidad, en la que nos sintamos tan a gusto que, aunque el mundo lo ignore, gocemos y cantemos que él ha resucitado, que está vivo. Y que, por él, también nosotros resucitaremos.
En medio de la confusión que, con frecuencia nos invade, ¿qué hacer para captar más fácilmente la presencia prometida de Jesús?
¿A quién pueden acudir hoy los buscadores de Jesús, los necesitados de esperanza, los “discípulos” de Cleofás y el otro?







Que se alegren los que buscan al Señor.

Dad gracias al Señor, invocad su nombre,
dad a conocer sus hazañas a los pueblos.
Cantadle al son de instrumentos,
hablad de sus maravillas.

Gloriaos de su nombre santo,
que se alegren los que buscan al Señor.
Recurrid al Señor y a su poder,
buscad continuamente su rostro.

¡Estirpe de Abrahán, su siervo;
hijos de Jacob, su elegido!
El Señor es nuestro Dios,
él gobierna toda la tierra.

Se acuerda de su alianza eternamente,
de la palabra dada, por mil generaciones;
de la alianza sellada con Abrahán,
del juramento hecho a Isaac. 
 
 
 


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