lunes, 18 de mayo de 2015

Hechos de los apóstoles (20,17-27):


En aquellos días, desde Mileto, mandó Pablo llamar a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso.
Cuando se presentaron, les dijo: «Vosotros sabéis que todo el tiempo que he estado aquí, desde el día que por primera vez puse pie en Asia, he servido al Señor con toda humildad, en las penas y pruebas que me han procurado las maquinaciones de los judíos. Sabéis que no he ahorrado medio alguno, que os he predicado y enseñado en público y en privado, insistiendo a judíos y griegos a que se conviertan a Dios y crean en nuestro Señor Jesús. Y ahora me dirijo a Jerusalén, forzado por el Espíritu. No sé lo que me espera allí, sólo sé que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me asegura que me aguardan cárceles y luchas. Pero a mí no me importa la vida; lo que me importa es completar mi carrera, y cumplir el encargo que me dio el Señor Jesús: ser testigo del Evangelio, que es la gracia de Dios. He pasado por aquí predicando el reino, y ahora sé que ninguno de vosotros me volverá a ver. Por eso declaro hoy que no soy responsable de la suerte de nadie: nunca me he reservado nada; os he anunciado enteramente el plan de Dios.»
 
 

 


 
 La misión de anunciar el Reino, de dar a conocer la Buena Noticia de un Dios-amor que se nos ha revelado en Jesús es tarea de la Iglesia toda. No es algo de los obispos, de los curas o los religiosos y religiosas. Hace ya muchos años que en la Iglesia hemos tomado conciencia de que todos somos, como nos ha recordado el papa Francisco, “discípulos-misioneros”. Seguimos al maestro y le anunciamos. Todo creyente es seguidor y a la vez testigo y misionero de esta alegría. Le seguimos porque le hemos encontrado (le vamos encontrando) y le anunciamos porque hemos conocido su amor y por el bien que nos ha hecho encontrarnos con él.La alegría de ese maravilloso encuentro nos lleva a la dulce alegría de evangelizar.
 
 
 


 
 Agradece hoy, hermano o hermana, el haber recibido esta Buena Noticia y no dejes de intentar comunicarla con tu vida. Si es necesario, como decía San Francisco de Asís, utiliza también las palabras.
 
 
 


  Señor Dios nuestro:
Tu Hijo Jesucristo llevó a cabo
la misión que le habías encomendado,
sin miedo y con toda fidelidad a ti.
Señor, danos un poco
de su sentido de misión.
Danos la fuerza del Espíritu
para proclamar tu palabra tal cual es,
viva y exigente, sin componendas,
y sin  cesiones a los sentimientos caprichosos
y a las modas del día.
Y que nuestras vidas sean como un libro abierto
en el que la gente pueda leer tu palabra encarnada en nosotros.
Te lo pedimos por Cristo nuestro Señor.



 


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