Aquel día, se desató una violenta persecución contra la Iglesia de
Jerusalén; todos, menos los apóstoles, se dispersaron por Judea y
Samaria. Unos hombres piadosos enterraron a Esteban e hicieron gran
duelo por él. Saulo se ensañaba con la Iglesia; penetraba en las casas y
arrastraba a la cárcel a hombres y mujeres. Al ir de un lugar para
otro, los prófugos iban difundiendo el Evangelio. Felipe bajó a la
ciudad de Samaria y predicaba allí a Cristo. El gentío escuchaba con
aprobación lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos
que hacía, y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus
inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban.
La ciudad se llenó de alegría.
El fervor de la joven Iglesia es tan contagioso que, incluso en la
persecución, los cristianos aprovechan la ocasión de la misma
persecución para predicar a Cristo Resucitado. Ciertamente, Dios no
abandona a la Iglesia, aun en momentos de prueba y sufrimiento. La
lectura de Hechos dice incluso que había gran alegría por los signos de
la presencia de Jesús.
Los cristianos, por la forma como vivimos nuestra fe, mostremos la belleza y
la alegría del mensaje de Cristo a todos los que le buscan,



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