miércoles, 22 de abril de 2015

Hechos de los apstoles 8,1-8;

 Aquel día, se desató una violenta persecución contra la Iglesia de Jerusalén; todos, menos los apóstoles, se dispersaron por Judea y Samaria. Unos hombres piadosos enterraron a Esteban e hicieron gran duelo por él. Saulo se ensañaba con la Iglesia; penetraba en las casas y arrastraba a la cárcel a hombres y mujeres. Al ir de un lugar para otro, los prófugos iban difundiendo el Evangelio. Felipe bajó a la ciudad de Samaria y predicaba allí a Cristo. El gentío escuchaba con aprobación lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía, y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría.






Seguimos recordando lo que el mismo Jesús anunció con su vida. Que es preciso morir, pasar por la cruz, para resucitar, para dar fruto. En este mundo en que vivimos, todos nos hemos acostumbrado a la comodidad. Mandos a distancia, teléfonos inalámbricos, aparatos sin cable, aspirinas, pañales desechables… Todo está hecho para que la vida sea más fácil. Quizá por eso nos cuesta tanto el esfuerzo




   El fervor de la joven Iglesia es tan contagioso que, incluso en la persecución, los cristianos aprovechan la ocasión de la misma persecución para predicar a Cristo Resucitado. Ciertamente, Dios no abandona a la Iglesia, aun en momentos de prueba y sufrimiento. La lectura de Hechos dice incluso que había gran alegría por los signos de la presencia de Jesús.

 


  Los cristianos, por la forma como vivimos nuestra  fe, mostremos la belleza y la alegría del mensaje de Cristo a todos los que le buscan,






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