En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de hablar a la gente, entró en Cafarnaúm. Había allí un oficial romano, que tenía enfermo y a punto de morir a un criado muy querido. Cuando le dijeron que Jesús estaba en la ciudad, le envió a algunos de los ancianos de los judíos para rogarle que viniera a curar a su criado. Ellos, al acercarse a Jesús, le rogaban encarecidamente, diciendo: "Merece que le concedas ese favor, pues quiere a nuestro pueblo y hasta nos ha construido una sinagoga". Jesús se puso en marcha con ellos. Cuando ya estaba cerca de la casa, el oficial romano envió unos amigos a decirle: "Señor, no te molestes, porque yo no soy digno de que tú entres en mi casa; por eso ni siquiera me atreví a ir personalmente a verte. Basta con que digas una sola palabra y mi criado quedará sano. Porque yo, aunque soy un subalterno, tengo soldados bajo mis órdenes y le digo a uno: '¡Ve!', y va; a otro: '¡Ven!', y viene; y a mi criado: '¡Haz esto!', y lo hace". Al oír esto, Jesús quedó lleno de admiración, y volviéndose hacia la gente que lo seguía, dijo: "Yo les aseguro que ni en Israel he hallado una fe tan grande". Los enviados regresaron a la casa y encontraron al criado perfectamente sano
Encontramos un aspecto paradójico en este relato de curación, según lo narra el evangelista Lucas. El centro no se encuentra en el milagro mismo, sino en la fe del centurión, alabada con admiración por parte de Jesús. Sin embargo, el centurión nunca aparece. El envío de las delegaciones sugiere que respetaba la Ley en lo referente a la separación cultual entre judíos y no-judíos. Pero podemos ver aquí también un reflejo de su actitud espiritual, que no era una humildad fingida sino el estupor y el respeto filial que surgen ante la presencia de Dios.
El centurión mandó a buscar al Maestro por medio de unos judíos, miembros notables de la comunidad. Éstos intercedieron por el que los enviaba, pero sin formular la petición. El elogio de su ayuda al pueblo judío (“ama a nuestro pueblo y nos edificó la sinagoga”) deja ver que se trataba de un “temeroso de Dios”, una categoría en la cual se incluía a paganos que se sentían atraídos por el monoteísmo y la ética hebreas, pero que habían recibido la circuncisión. Posiblemente el mismo Lucas haya pertenecido a este grupo social.
Cuando Jesús (sin responder nada a los primeros enviados) iba llegando a la casa del centurión, éste ya había mandado otra delegación que llevaba su confesión de indignidad y de confianza: “No soy digno de que entres en mi casa […], pero di una palabra y mi siervo sanará”. Se escuchó entonces la alabanza que el Señor dirigió a los que lo rodeaban: “Ni siquiera en Israel encontré tanta fe”. Luego de escuchar este elogio, no se nos indica nada más que la comprobación de la curación.
El centro, entonces, no es el milagro. Jesús constata que los paganos, declarados impuros por la interpretación de los judíos, tenían una fe que no se encontraba entre los hijos de Abraham. Esta fe, que conmueve a Cristo, no es sólo una confesión que se hace respecto del poder divino que actúa en el Señor, sino también de la propia indignidad
La fe nos da a conocer que Jesús es Dios y que, por tanto, puede actuar milagros, curaciones y resurrecciones con una sola palabra. No está limitado a un contacto físico: todo le obedece instantáneamente. Así amansó la tormenta cuando estaba en el barco, así resucitó a Lázaro, así multiplicó los panes.
Desde esta perspectiva, es posible profundizar en el reconocimiento de la propia indignidad que hace el centurión. Como hemos visto, es posible que esto implicara la aceptación que este pagano daba a las prácticas cultuales que separaban a judíos de gentiles. Pero esto es sólo una primera instancia, de orden más bien moral. Ante Jesús, judíos y gentiles debemos advertir que nuestro pecado nos impide recibirlo en nuestra casa. Si él decide misericordiosamente limpiarnos de nuestra maldad, eso no cancela el hecho de que con ella le hemos dicho “No” a su amor.
Sin embargo, la indignidad no se reduce sólo a un reconocimiento de nuestras propias faltas. Si así fuera, fácilmente nos llevaría a pensar más en nosotros que en Jesús, a centrarnos complacientemente en el pecado y a olvidarnos de la iniciativa de la Trinidad. El darnos cuenta de que no somos dignos de recibir a Cristo en nuestras casas se funda en la gratuidad de su don. Somos criaturas que reconocen lo inesperado de su deseo de habitar en nosotros. La confesión de la indignidad no es sino el afirmar que en Jesús nos encontramos ante el Dios que supera todas nuestras capacidades y anhelos. Significa, querido hermano, que al donarse a sí mismo, Dios no está dándonos una recompensa simplemente merecida, sino que nos ofrece gratuitamente, libremente, amorosamente, la plenitud de su presencia y amor
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