Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
En el pasado se pretendía, en parte, que las ejecuciones fuesen espectáculos públicos en los que la multitud asistiese al ‘evento’. Era frecuente que sucediesen sobre escenarios elevados por encima de los presentes, de tal modo que pudiesen observar lo que les ocurría a quienes infringían la ley (eran ahorcados, decapitados, fusilados, lapidados, estrangulados, crucificados, etc.). Los reos eran ‘elevados’, exaltados podríamos decir, para que sus muertes fuesen vistas más fácilmente.
Podemos olvidar que la cruz era un patíbulo, un escenario de tortura y muerte. Porque hoy hemos dotado a la cruz de Cristo de relevancia religiosa y es un símbolo: ya no nos parece algo extraño, raro, escandaloso o chocante. Podemos incluso olvidar que el crucifijo muestra a un ser humano clavado a un madero.
La fiesta de hoy nos invita a mirar a la cruz. La exaltación a la que nos referimos es, en primer lugar, el ser alzado Jesús ante la mirada del pueblo. Evoca, como nos lo recuerda la liturgia hodierna, el izado de la serpiente de bronce a la que mirar para curarse de las picaduras de las serpientes reales. Al mirar a la cruz, sin embargo, no se nos invita a participar en una especie de culto mágico. Es cierto que veneramos el madero de la cruz, que lo exaltamos y elevamos, y así lo hacemos también el Viernes Santo, porque fue instrumento de la salvación del mundo. Pero nuestra mirada no se dirige sólo a la cruz, sino, sobre todo, a Quien de ella pende, porque fue por su amor y obediencia, expresada de este modo, que el mundo ha sido redimido.
El madero de la cruz es el estrado sobre el cual el drama del Amor Divino es expuesto y revelado, elevado y mostrado a quienes quieran mirar. Más que una tribuna, este árbol de muerte es ya, para nosotros, árbol de la vida. Por ello la exaltación que celebramos hoy comienza con el izado físico de Jesús sobre la cruz, y termina con la vindicación del Padre de Jesús, resucitándole y dándole el nombre que está por encima de todo nombre
S. Pablo señaló que el lenguaje de la cruz es paradójico e incluso ilógico, revelando la loca sabiduría de Dios y su vulnerable poder. Es una locura, dice, y un obstáculo que algunos no pueden superar. Pero para quienes han sido llamados es el poder y la sabiduría de Dios.
El evangelio hoy nos habla de esta exaltación, pero, sobre todo, nos dice lo que ella revela: que Dios ama tanto al mundo que nos entregó a su único Hijo, para que todos los que en Él creen puedan tener vida y vida eterna. S. Agustín se refirió al Crucificado como magister in cathedra, como un maestro en su cátedra. En su más eficaz acto de enseñanza, Jesús, el mejor maestro, comparte con nosotros la más desconcertante cuestión, el más apasionante signo y el más profundo amor, y todo ello nos hace volver, una y otra vez, a mirar hacia la cruz, a buscar la sabiduría y el conocimiento que nos enseña.
Padre, al honrar hoy la cruz sobre la cual tu Hijo murió por nuestra salvación, te pedimos nos ayudes a aprender su sabiduría, para que así podamos crecer en el amor que nos revela. Te lo pedimos por Cristo Nuestro Señor. Amén
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