martes, 20 de septiembre de 2016
Lc 8 19-21 Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la cumplen
En aquel tiempo, vinieron a ver a Jesús su madre y sus hermanos, pero con el gentío no lograban llegar hasta él. Entonces lo avisaron: "Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte." Él les contestó: "Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra."
Jesús habla en este Evangelio de la relación al interior de la familia espiritual, de la familia de Dios, que incluye entre sus miembros a toda la gente de buena voluntad que lee la palabra de Dios y la pone en práctica.
Su madre y sus hermanos vinieron a verle porque lo amaban y estaban muy orgullosos de él. Jesús, aunque agradeció dicha actitud hacia él, sacó provecho de este acontecimiento para enseñar a sus discípulos y a la multitud, que el verdadero parentesco no es cuestión de carne y sangre.
Por el Bautismo, nos hacemos hijos e hijas de Dios y así se nos exige un nuevo orden de lealtad a Dios y a su reino: “mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”
Bendito sea el que escucha la palabra de Dios y la pone en práctica, pase lo que pase!
Padre Celestial, bendícenos a nosotros, a nuestra familia y amigos, tanto naturales como espirituales. Ayúdanos a amarles con Caridad y gracia. Que yo prefiera seguir tu voluntad y tratar de hacer lo que es recto y bueno en mis relaciones con Dios y con la humanidad. Amén
lunes, 19 de septiembre de 2016
Lc 8, 16-19 Para que los que entren puedan ver la luz
En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: "Nadie enciende una vela y la tapa con alguna vasija o la esconde debajo de la cama, sino que la pone en un candelero, para que los que entren puedan ver la luz. Porque nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a saberse o a hacerse público. Fíjense, pues, si están entendiendo bien, porque al que tiene se le dará más; pero al que no tiene se le quitará aun aquello que cree tener"
El Evangelio habla nos de la luz. Los dos elementos son indispensables en la vida cotidiana. Como cristianos, se nos invita a cada uno a convertirnos en la luz que ilumina al mundo. Esta luz no son otra cosa que las enseñanzas y el ejemplo de Jesucristo.
Nos parece que muchos cristianos experimentaron profundamente estas palabras de Jesús: "Nadie enciende una vela y la tapa con alguna vasija o la esconde debajo de la cama, sino que la pone en un candelero, para que los que entren puedan ver la luz.” En efecto, él se encontró en estas palabras a la vez, un llamado y una ordenación. los cristianos respondemos a la invitación del Evangelio no sólo por la oración, sino también con sus obras, dirigiéndose a los nocreyentes para predicarles y conducirlos a la verdad de Cristo. Además, también ha encontrado en la vocación del anuncio del Evangelio la motivación que lo llevó a tomar la decisión de fundar la Orden de Predicadores. Es por ello que entendemos que el lema "Domingo - La antorcha encendida" simboliza a la vez su ardor por el Evangelio y el compromiso por la salvación de las almas gracias a la luz de la palabra de Cristo.
Esta es la razón por la que podemos decir que la vida del cristiano se puede resumir en estas palabras: la predicación del Evangelio en vista a la salvación de los demás. En otras palabras, es "hablar de Dios y con Dios". Sí, estos son los dos ejes, según parece, que nos permiten esbozar su retrato: Hablando de Dios a los demás, es para él evangelizar, y el hablar con Dios, es la oración. Estos dos ejes, actio y comtemplatio se combinaron armoniosamente en su vida hasta el punto que se han convertido para muchos cristianos en una condición necesaria: contemplar y compartir con los demás lo que se ha contemplado.
“¡Vayan! De todas las naciones hagan discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado. Y yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo.
Señor Jesús, nos sentimos honrados de estar asociados al ministerio de proclamar tu Buena Nueva al mundo. Nosotros hemos comenzado y no cesamos de ejercer constantemente este ministerio que nos has confiado. Ayúdanos a ser fieles a su cumplimiento conforme a tu voluntad. Aumenta en nosotros el fervor y el amor de discípulos que no tienen otra preocupación que la de la evangelización. Renueva nuestras vidas en perfecta armonía con tu voluntad, a fin de que tu Palabra que proclamamos, y nuestras vidas, no sean dos sino una sola, dando testimonio de tu presencia en este mundo de hoy. Amén.
jueves, 15 de septiembre de 2016
Lc 8, 1-3 Rompiendo Estereotipos
En aquel tiempo, Jesús comenzó a recorrer ciudades y poblados predicando la buena nueva del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que habían sido libradas de espíritus malignos y curadas de varias enfermedades. Entre ellas iban María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, el administrador de Herodes; Susana y otras muchas, que los ayudaban con sus propios bienes.
En el Antiguo Testamento encontramos muchos relatos que discriminan la mujer. En el tiempo de Esdras, hubo un crecimiento de la marginalización a las mujeres por parte de las autoridades religiosas (Es 9,1 - 10,44), pero también muchas mujeres se resistían contra su exclusión como aparece en las historias de Judit, Ester, Ruth, Noemí, Susana, la Salamita y de tantas otras.
En la época en que fue escrito el Nuevo Testamento, la mujer en Palestina estaba en una situación de inferioridad. De muchas maneras las mujeres eran ciudadanas de segunda clase, no participaba en la Sinagoga, eran consideradas propiedad del hombre como un objeto y no podía ser testigo en la vida pública. Como sabemos, la mujer siempre ha sido objeto de discriminación en muchas sociedades, en el tiempo de Jesús y aún hoy.
El Evangelio de Lucas siempre fue considerado el Evangelio de las mujeres, en él encontramos muchos relatos que nos presentan la relación de Jesús con ese grupo marginado en su tiempo - las mujeres.
Aunque las mujeres sean subordinadas en esa sociedad, hacen un papel muy importante en este Evangelio, desde el principio, y continuarán cumpliendo un papel importante en la secuencia de Lucas, en su segundo Libro (Hechos).
La conducta de Jesús para con ellas quiere provocar un cambio de mirada y actitudes. Jesús es un hombre libre y es Dios que viene a liberar a todos los excluidos, marginados, por eso las toca y se deja tocar por ellas, sin miedo de ser contaminado”, juzgado (Lc 7,38-39). Con sus actitudes Jesús rompe los esquemas machistas y excluyentes – acepta a las mujeres como sus seguidoras y discípulas (Lc 8,3). La fuerza liberadora de Dios, que obra en Jesús, hace que las mujeres se levanten y asuman su dignidad, sin miedo de los comentarios de aquellos que no han entendido la propuesta de Jesús: la fraternidad universal, donde todos son iguales en dignidad y en derechos.
El texto de hoy (Lc 7,36- 50) nos habla de la mujer que llega a la casa de Simón, el fariseo y fue acogida por Jesús, su actitud para con esa mujer fue sorprendente. En el episodio de la mujer del perfume emergen el inconformismo y la resistencia de las mujeres, en el día a día, de la vida y de la acogida que Jesús les daba.
En los Evangelios, encontramos varias listas con los nombres de los 12 discípulos que seguían Jesús. Al final del texto del Evangelio de hoy (Lc 8,1-3) encontramos los nombres de tres mujeres que también seguían a Jesús. En todo su conjunto, en los cuatro Evangelios encontramos siete nombres de estas mujeres (María, la Madre de Jesús, María Magdalena, Juana, Susana, Salomé, María, madre de Santiago) que, como los hombres, han dejado todo para seguir al Maestro.
Era común que las mujeres mantuvieran y ayudaran a predicadores itinerantes, pero que dejaran sus casas para acompañarlos era considerado un escándalo en esa cultura. No obstante, es lo que hicieron estas mujeres que Lucas aquí conecta con los doce discípulos. Ellas, arriesgaron todo por seguir Jesús, pues reconocen en Él al Maestro y al Hijo de Dios que vino a instaurar, en nuestro mundo, nuevas relaciones basadas en la dignidad y en la fraternidad, donde todos hombres y mujeres, somos llamadas/ dos al discipulado e invitados a construir el Reino y Predicar su Palabra, proclamando la misericordia y la compasión de Dios para con la humanidad.
Todo acontece en la casa de Simón, el fariseo, judío practicante que había invitado a Jesús a comer. Son tres personas que se encuentran Jesús, Simón, y la mujer de la que decían que era pecadora.
Las actitudes son diferentes: la mujer demuestra su amor, su gratitud; Jesús acoge, perdona y valora sus gestos, Simón observando todo, critica a Jesús y condena a la mujer: "Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora.” (39)
Los gestos de la mujer, provoca una reflexión, ella rompe los estereotipos que se le imponen, no está preocupada por lo que van a hablar de ella. Soltar los cabellos en público era un gesto de independencia. Jesús no se retrae, ni aleja a la mujer, sino que acoge su gesto.
A partir de esos gestos y del juicio del fariseo Jesús cuenta una parábola para que Simón descubra la intensidad de su amor. Lucas (7,41-43). La parábola supone que los dos, tanto el fariseo como la mujer, habían recibido algún favor de Jesús. En la actitud que los dos toman ante Jesús, muestran cómo apreciaban el favor recibido. El fariseo muestra su amor, su gratitud, invitando a Jesús a que coma con él. La mujer muestra su amor incondicional, su gratitud, mediante las lágrimas, los besos y el perfume; ese encuentro les devolvió su dignidad, tienen los mismos gestos de Jesús en la última cena (se arrodilla, lava los pies…), demostrando su amor incondicional por la humanidad.
El fariseo pensaba que no tenía pecado, pues observaba en toda la ley, pero tenía poco amor.
En cambio, la mujer fue perdonada: "Tu fe te ha salvado. ¡Vete en paz!". A partir de la Fe, de su confianza en Jesús, ella pudo encontrarse con sí misma, con los otros y con Dios.
La actitud de Jesús es la misma para con todos, su amor no excluye a nadie, perdona a hombres y mujeres, a los autosuficientes y a aquellos /as que se arrodillan reconociendo su fragilidad. Que el Señor nos ayude a escuchar su Palabra y empaparnos de su sabiduría, para no juzgar a nadie acogiendo su perdón y ofreciendo a todos sin medida, pues a quien mucho ama, mucho se le perdona.
Señor Jesús, tu que diste la bienvenida tan cálida a los pequeños y humillados, a las mujeres y a los que no cuentan en este mundo, ayúdanos a tener las mismas actitudes que tuviste, acogiendo y reconociendo la dignidad de todos aquellos y aquellas que aún hoy siguen siendo marginados y excluidos. Eso es lo que te pedimos a ti que vives y reinas con el Padre en la unidad del Espíritu Santo. Amén
miércoles, 14 de septiembre de 2016
Jn 19,25-27 El discípulo la recibió junto a los suyos
«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, y la hermana de su madre, María, esposa de Cleofás, y María Magdalena. Cuando Jesús vio a su madre, y junto a ella al discípulo a quien él quería mucho, dijo a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego le dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Desde entonces, ese discípulo la recibió junto a los suyos»
A diferencia de Mateo, Marcos y Lucas, el Evangelio de Juan es el único
que afirma la presencia de la madre de Jesús entre los testigos de la
pasión. También es el único que muestra a un discípulo de Jesús en ese
momento terrible. Y ninguno de los dos es llamado por su nombre
personal, sino por la relación que guardan con Jesús: la Madre y el
Discípulo amado.
La secuencia madre – mujer - aquella hora es semejante a la que aparece en el episodio de las bodas de Caná: «Se acabó el vino, y la madre de Jesús le dijo: —Ya no tienen vino. Jesús le contestó: —Mujer, ¿por qué me dices esto? Mi hora no ha llegado todavía (Jn 2,3-4). En esa ocasión la madre de Jesús es la primera que muestra lo que significa realmente tener fe: Hacer todo lo que Jesús diga (Jn 2,5). Ella confía incondicionalmente en la eficacia de la palabra de Jesús y así hace que, mediante el signo, él manifieste su gloria, y sus discípulos lleguen a creer (Jn 2,11).
La secuencia madre – mujer - aquella hora es semejante a la que aparece en el episodio de las bodas de Caná: «Se acabó el vino, y la madre de Jesús le dijo: —Ya no tienen vino. Jesús le contestó: —Mujer, ¿por qué me dices esto? Mi hora no ha llegado todavía (Jn 2,3-4). En esa ocasión la madre de Jesús es la primera que muestra lo que significa realmente tener fe: Hacer todo lo que Jesús diga (Jn 2,5). Ella confía incondicionalmente en la eficacia de la palabra de Jesús y así hace que, mediante el signo, él manifieste su gloria, y sus discípulos lleguen a creer (Jn 2,11).
Con la pasión llega finalmente la hora de Jesús (Jn 13,1). «Y desde
aquella hora el discípulo la recibió junto a los suyos» (Jn 19,27).
Nuevamente nos encontramos con una referencia que nos lleva al comienzo
del Evangelio. En el prólogo se decía que la Palabra «vino junto a
los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la
recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos» (Jn 1,11-12).
La situación ha sido invertida. A causa de la cruz y desde el momento de
la cruz, ha sido creada una nueva familia de Jesús. La madre de Jesús,
modelo de fe, y el discípulo a quien Jesús amaba y mantuvo cerca de sí,
se hacen uno al recibir el discípulo a la madre, aceptando como ella
incondicionalmente la palabra de Jesús. El discípulo llega a ser hijo.
La promesa anunciada finales del ministerio público de Jesús de «atraer a todos» (cf. Jn 12,32) comienza a ser realidad. Empiezan a reunirse los hijos de Dios que estaban dispersos (cf. Jn 11,52).
La promesa anunciada finales del ministerio público de Jesús de «atraer a todos» (cf. Jn 12,32) comienza a ser realidad. Empiezan a reunirse los hijos de Dios que estaban dispersos (cf. Jn 11,52).
Señor Jesús, que clavado en la cruz concediste a tu discípulo amado
recibir a tu madre entre los suyos, haz que nosotros también nos
entreguemos fielmente a tu servicio con el testimonio de palabra y de
vida, para que lleguemos a ser plenamente hijos de Dios. Amén.
martes, 13 de septiembre de 2016
(Jn 3, 13-17 O crux ave, spes unica
Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
En el pasado se pretendía, en parte, que las ejecuciones fuesen espectáculos públicos en los que la multitud asistiese al ‘evento’. Era frecuente que sucediesen sobre escenarios elevados por encima de los presentes, de tal modo que pudiesen observar lo que les ocurría a quienes infringían la ley (eran ahorcados, decapitados, fusilados, lapidados, estrangulados, crucificados, etc.). Los reos eran ‘elevados’, exaltados podríamos decir, para que sus muertes fuesen vistas más fácilmente.
Podemos olvidar que la cruz era un patíbulo, un escenario de tortura y muerte. Porque hoy hemos dotado a la cruz de Cristo de relevancia religiosa y es un símbolo: ya no nos parece algo extraño, raro, escandaloso o chocante. Podemos incluso olvidar que el crucifijo muestra a un ser humano clavado a un madero.
La fiesta de hoy nos invita a mirar a la cruz. La exaltación a la que nos referimos es, en primer lugar, el ser alzado Jesús ante la mirada del pueblo. Evoca, como nos lo recuerda la liturgia hodierna, el izado de la serpiente de bronce a la que mirar para curarse de las picaduras de las serpientes reales. Al mirar a la cruz, sin embargo, no se nos invita a participar en una especie de culto mágico. Es cierto que veneramos el madero de la cruz, que lo exaltamos y elevamos, y así lo hacemos también el Viernes Santo, porque fue instrumento de la salvación del mundo. Pero nuestra mirada no se dirige sólo a la cruz, sino, sobre todo, a Quien de ella pende, porque fue por su amor y obediencia, expresada de este modo, que el mundo ha sido redimido.
El madero de la cruz es el estrado sobre el cual el drama del Amor Divino es expuesto y revelado, elevado y mostrado a quienes quieran mirar. Más que una tribuna, este árbol de muerte es ya, para nosotros, árbol de la vida. Por ello la exaltación que celebramos hoy comienza con el izado físico de Jesús sobre la cruz, y termina con la vindicación del Padre de Jesús, resucitándole y dándole el nombre que está por encima de todo nombre
S. Pablo señaló que el lenguaje de la cruz es paradójico e incluso ilógico, revelando la loca sabiduría de Dios y su vulnerable poder. Es una locura, dice, y un obstáculo que algunos no pueden superar. Pero para quienes han sido llamados es el poder y la sabiduría de Dios.
El evangelio hoy nos habla de esta exaltación, pero, sobre todo, nos dice lo que ella revela: que Dios ama tanto al mundo que nos entregó a su único Hijo, para que todos los que en Él creen puedan tener vida y vida eterna. S. Agustín se refirió al Crucificado como magister in cathedra, como un maestro en su cátedra. En su más eficaz acto de enseñanza, Jesús, el mejor maestro, comparte con nosotros la más desconcertante cuestión, el más apasionante signo y el más profundo amor, y todo ello nos hace volver, una y otra vez, a mirar hacia la cruz, a buscar la sabiduría y el conocimiento que nos enseña.
Padre, al honrar hoy la cruz sobre la cual tu Hijo murió por nuestra salvación, te pedimos nos ayudes a aprender su sabiduría, para que así podamos crecer en el amor que nos revela. Te lo pedimos por Cristo Nuestro Señor. Amén
lunes, 12 de septiembre de 2016
(1 Cor 12:12-14, 27-31a) Como miembros del único Cuerpo de Cristo, nos necesitamos unos a otros
Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. Así también el cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos (…) Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte. Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar como profetas; en tercer lugar como maestros; luego, los milagros; luego, el don de las curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas. ¿Acaso todos son apóstoles? O ¿todos profetas? ¿Todos maestros? ¿Todos con poder de milagros? ¿Todos con carisma de curaciones? ¿Hablan todos lenguas? ¿Interpretan todos? ¡Aspirad a los carismas superiores!
Pablo solo tenía una vaga percepción de la unidad orgánica de los cristianos y su relación con Cristo cuando escribió a los gálatas. Su comprensión de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, sin embargo, dio un salto adelante al encontrarse con las facciones de Corinto, a las que les dice que son el “Cuerpo de Cristo”, e individualmente son sus miembros. Al llamar a la comunidad cristiana el “Cuerpo de Cristo”, Pablo la ve como la presencia física de Cristo en el mundo. “La misión de la Iglesia es una prolongación en el tiempo y en el espacio del ministerio de Cristo para manifestar, como él hizo, el poder y la sabiduría de Dios (1Cor 1, 24). Su papel es mostrar la intención de Dios para la humanidad y permitir que aquellos que están bajo el poder del pecado alcancen ese ideal (Rom. 3, 9).”
Pablo subraya la unidad esencial de la Iglesia y, secundariamente, su diversidad. De modo semejante, Juan Crisóstomo, , hace el mismo razonamiento: “si no hubiese una gran diversidad entre vosotros, no podríais ser un cuerpo: y al no ser un cuerpo, no podríais ser uno”.
Pablo usa la metáfora del cuerpo humano para urgir a los corintios a usar sus diversos dones para el bien común. (Es reseñable que no inste a la subordinación de unos miembros a otros por el bien del todo). Como mostrará, el fruto de los diversos papeles que desempeñamos en el Cuerpo de Cristo es el amor.
La unidad experimentada en el Cuerpo de Cristo no es funcional, sino orgánica. Estamos unidos no por un fin común, sino por una existencia común: todos vivimos como uno en Cristo, y Él vive en nosotros: “ya no soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20). No puede haber algo así como un cristiano autónomo, al igual que una mano o un pie, cuando se separan del cuerpo, ya no pueden ser llamados “mi cuerpo”.
En el Cuerpo de Cristo, estamos unidos a Él y a los demás en el amor y la dependencia mutua. La comunidad cristiana es la antítesis del mundo con sus divisiones; por ello, los pecados de división dentro de la comunidad han de ser considerados graves.
Cada uno de nosotros tenemos un papel que desempeñar en la comunidad cristiana. , cada uno de nosotros tenemos una autoridad única en nuestras familias, , lugares de trabajo, áreas de conocimiento, grupos de edad etc. La autoridad también puede nacer de la fe de un individuo, de su devoción, humildad, amor, amabilidad y espíritu de servicio. .
Como miembros del mismo Cuerpo, nos necesitamos mutuamente. Ninguna rama de la familia cristiana puede producir todos los frutos espirituales que el Señor espera, si al mismo tiempo ignora a las demás ramas. El trabajo del exégeta bíblico y el trabajo del que limpia o cocina son igualmente necesarios. Además, se nos llama, como miembros del único Cuerpo, a respetarnos mutuamente, sabiendo que Cristo mora en cada uno de los bautizados y que, en el orden de la naturaleza, somos todos hermanos y hermanas. Finalmente, debemos compadecernos unos de otros. Cuando una parte del cuerpo sufre, todo el cuerpo sufre. Como Crisóstomo dice también, una nariz rota o unas cejas sin pelo, por insignificantes que parezcan la nariz y las cejas, arruinan la belleza común del rostro. Manifestar indiferencia al sufrimiento de un miembro es manifestar indiferencia a Cristo.
Señor, ayúdame a aceptar mi lugar presente en la comunidad y dame la gracia de servir al Cuerpo de Cristo con generosidad y amor. Que yo haga manifiesta tu presencia a todos aquellos con los que me encuentre, comenzando por aquellos que están más cerca de mí. Amen.
domingo, 11 de septiembre de 2016
Lc 7, 1-10 Inmerecimiento del hombre y gratuidad de Dios
En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de hablar a la gente, entró en Cafarnaúm. Había allí un oficial romano, que tenía enfermo y a punto de morir a un criado muy querido. Cuando le dijeron que Jesús estaba en la ciudad, le envió a algunos de los ancianos de los judíos para rogarle que viniera a curar a su criado. Ellos, al acercarse a Jesús, le rogaban encarecidamente, diciendo: "Merece que le concedas ese favor, pues quiere a nuestro pueblo y hasta nos ha construido una sinagoga". Jesús se puso en marcha con ellos. Cuando ya estaba cerca de la casa, el oficial romano envió unos amigos a decirle: "Señor, no te molestes, porque yo no soy digno de que tú entres en mi casa; por eso ni siquiera me atreví a ir personalmente a verte. Basta con que digas una sola palabra y mi criado quedará sano. Porque yo, aunque soy un subalterno, tengo soldados bajo mis órdenes y le digo a uno: '¡Ve!', y va; a otro: '¡Ven!', y viene; y a mi criado: '¡Haz esto!', y lo hace". Al oír esto, Jesús quedó lleno de admiración, y volviéndose hacia la gente que lo seguía, dijo: "Yo les aseguro que ni en Israel he hallado una fe tan grande". Los enviados regresaron a la casa y encontraron al criado perfectamente sano
Encontramos un aspecto paradójico en este relato de curación, según lo narra el evangelista Lucas. El centro no se encuentra en el milagro mismo, sino en la fe del centurión, alabada con admiración por parte de Jesús. Sin embargo, el centurión nunca aparece. El envío de las delegaciones sugiere que respetaba la Ley en lo referente a la separación cultual entre judíos y no-judíos. Pero podemos ver aquí también un reflejo de su actitud espiritual, que no era una humildad fingida sino el estupor y el respeto filial que surgen ante la presencia de Dios.
El centurión mandó a buscar al Maestro por medio de unos judíos, miembros notables de la comunidad. Éstos intercedieron por el que los enviaba, pero sin formular la petición. El elogio de su ayuda al pueblo judío (“ama a nuestro pueblo y nos edificó la sinagoga”) deja ver que se trataba de un “temeroso de Dios”, una categoría en la cual se incluía a paganos que se sentían atraídos por el monoteísmo y la ética hebreas, pero que habían recibido la circuncisión. Posiblemente el mismo Lucas haya pertenecido a este grupo social.
Cuando Jesús (sin responder nada a los primeros enviados) iba llegando a la casa del centurión, éste ya había mandado otra delegación que llevaba su confesión de indignidad y de confianza: “No soy digno de que entres en mi casa […], pero di una palabra y mi siervo sanará”. Se escuchó entonces la alabanza que el Señor dirigió a los que lo rodeaban: “Ni siquiera en Israel encontré tanta fe”. Luego de escuchar este elogio, no se nos indica nada más que la comprobación de la curación.
El centro, entonces, no es el milagro. Jesús constata que los paganos, declarados impuros por la interpretación de los judíos, tenían una fe que no se encontraba entre los hijos de Abraham. Esta fe, que conmueve a Cristo, no es sólo una confesión que se hace respecto del poder divino que actúa en el Señor, sino también de la propia indignidad
La fe nos da a conocer que Jesús es Dios y que, por tanto, puede actuar milagros, curaciones y resurrecciones con una sola palabra. No está limitado a un contacto físico: todo le obedece instantáneamente. Así amansó la tormenta cuando estaba en el barco, así resucitó a Lázaro, así multiplicó los panes.
Desde esta perspectiva, es posible profundizar en el reconocimiento de la propia indignidad que hace el centurión. Como hemos visto, es posible que esto implicara la aceptación que este pagano daba a las prácticas cultuales que separaban a judíos de gentiles. Pero esto es sólo una primera instancia, de orden más bien moral. Ante Jesús, judíos y gentiles debemos advertir que nuestro pecado nos impide recibirlo en nuestra casa. Si él decide misericordiosamente limpiarnos de nuestra maldad, eso no cancela el hecho de que con ella le hemos dicho “No” a su amor.
Sin embargo, la indignidad no se reduce sólo a un reconocimiento de nuestras propias faltas. Si así fuera, fácilmente nos llevaría a pensar más en nosotros que en Jesús, a centrarnos complacientemente en el pecado y a olvidarnos de la iniciativa de la Trinidad. El darnos cuenta de que no somos dignos de recibir a Cristo en nuestras casas se funda en la gratuidad de su don. Somos criaturas que reconocen lo inesperado de su deseo de habitar en nosotros. La confesión de la indignidad no es sino el afirmar que en Jesús nos encontramos ante el Dios que supera todas nuestras capacidades y anhelos. Significa, querido hermano, que al donarse a sí mismo, Dios no está dándonos una recompensa simplemente merecida, sino que nos ofrece gratuitamente, libremente, amorosamente, la plenitud de su presencia y amor
viernes, 9 de septiembre de 2016
Lc 6, 39-42 Saca primero la viga que llevas en tu ojo
En aquel tiempo, Jesús propuso a sus discípulos este ejemplo: "¿Puede acaso un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un hoyo? El discípulo no es superior a su maestro; pero cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué ves la paja en el ojo de tu hermano y no la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo te atreves a decirle a tu hermano: 'Déjame quitarte la paja que llevas en el ojo', si no adviertes la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Saca primero la viga que llevas en tu ojo y entonces podrás ver, para sacar la paja del ojo de tu hermano".
Jesús continúa su enseñanza necesaria para el discipulado. La enseñanza es acerca de la vida moral y espiritual, el discernimiento, la oración y la confianza en Dios que a cada uno conforme a su vida.
El pasaje de hoy en el juicio dirige a la facilidad con que las relaciones son dañados por ser crítico, sin caridad, y sin misericordia a los demás. Este tipo de juicio daña a la persona a sí mismo / a sí misma, así como la comunidad cristiana que se va a dar testimonio de la unidad que se establece en Cristo.
Como en la oración que Jesús enseñó a sus discípulos (el Padre Nuestro), es un intercambio. ¿Cómo nosotros perdonamos en otra es la forma en que el Padre Celestial nos perdonará. ¿Cómo juzgamos el uno al otro es como el Padre Celestial nos juzgará. En este intercambio, la necesidad de un proceso continuo de conversión es evidente
Jesús nos enseña que la medida con la que medimos se medirá a nosotros. Esta norma debe asustar a muchos de nosotros o, al menos, nos recuerdan las consecuencias de juzgar a los demás. ¿Con qué frecuencia hacemos juicios rápidos sobre los demás y sus intenciones (su corazón)? ¿Cuántas veces nos basamos en el chisme como la base de la información de nuestros juicios?
La enseñanza de que la medida con la que medimos se medirá a nosotros es fundamentalmente una invitación a ser misericordiosos como Dios es misericordioso. Dios juzga saben toda la persona que deja abierta la posibilidad de que una persona puede cambiar. Tal vez, esto ha desaparecido la mayor parte de nuestros juicios. Una vez juzgamos a alguien, no hay ninguna posibilidad en nuestros ojos para que esa persona cambie. Alguien quiere estar delante de Dios de esta manera?
La parábola habla de la eliminación de la viga de tu propio ojo antes de sacar la astilla del ojo de tu hermano o hermana es una parábola de conversión. Al ver nuestras propias debilidades y cómo nuestras acciones siguen nuestras propias historias, llegamos a una mejor comprensión de nosotros mismos tal como somos. Tenemos entonces, dependemos de la gracia y la misericordia de Dios para nuestra sanidad y la predicación de Jesús con el testimonio de nuestras vidas. Con suerte, como resultado de este proceso, vamos a ver a nuestros hermanos y hermanas en una nueva luz, que es, como ellos y que están uno frente al otro y Dios
Señor Jesús, danos la gracia de vivir por su enseñanza. Con la ayuda de
su gracia, que podamos abstenerse de juzgar a nuestros hermanos y
hermanas y se centran en nuestro proceso de conversión para que nuestros
corazones se llenen de tu misericordia. Vives y reinas con el Padre en
la unidad del Espíritu Santo, un solo Dios, por los siglos de los
siglos. Amén
miércoles, 7 de septiembre de 2016
1 Cor 7:29-31 la vida es corta
Hermanos, les quiero decir una cosa: la vida es corta. Por lo tanto, conviene que los casados vivan como si no lo estuvieran; los que sufren, como si no sufrieran; los que están alegres, como si no se alegraran; los que compran, como si no compraran; los que disfrutan del mundo, como si no disfrutaran de él; porque este mundo que vemos es pasajero
Corinto capital de la provincia romana de Acaya, era una ciudad con una población cosmopolita de inmigrantes de todas partes del Imperio Romano. Su situación geográfica entre el mar Jónico y el Egeo hizo un centro administrativo y económico de primer orden. Por esto, era una ciudad floreciente con edificios suntuosos. En un mundo pagano ya notoriamente tolerante del libertinaje, a la prosperidad económica se unía la vida licenciosa. Este clima también afectará a la comunidad cristiana fundada por el Apóstol. Esta comunidad presenta en ella no sólo problemas morales, sino también eclesiales.
Para comprender mejor el pasaje que la liturgia de hoy nos ofrece, es necesario describir, en primer lugar, la eclesiología paulina y en segundo lugar, la ubicación del pasaje dentro de la carta. Concisamente, para el Santo Apóstol, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo: Cristo es la cabeza, nosotros, los cristianos, somos sus miembros y cada uno tiene su propia función. La Iglesia, entonces, es un organismo maravilloso, que recibiendo la influencia vivificante de Cristo Cabeza, crece siempre más en solidez espiritual y también en cantidad numérica.
“Somos el edificio de Dios del cual Jesucristo es el cimiento”. Por el Bautismo somos regenerados como Hijos de Dios y nosotros, su Pueblo, tenemos que construir nuestra vida espiritual, nuestra vi-da eclesial sobre el cimiento: Jesucristo. Construir nuestra vida espiritual sobre Jesucristo significa poner siempre a Cristo al centro de nuestra vida, escuchar su Palabra y vivirla cada día. Debemos prestar atención, tenemos que escuchar su Palabra, no nuestra palabra o de la del mundo. El riesgo de escuchar otras palabras distintas de la de Jesucristo es muy real. Por eso el apóstol Pablo nos in-vita a ver con cuidado cómo construimos. Tengamos cuidado de no caer en el error de los corintios: olvidándose del cimiento, Jesucristo, eligieron a otros como cimiento de sus vidas, otros como Pa-blo, Apolo, Cefas o, incluso, habían instrumentalizado a Jesucristo mismo. Tal peligro no está supe-rado. El cimiento falso puede ser las propias ideas, la ideología dominante, el ideologizar también a Jesucristo, instrumentalizándolo para propios intereses etc. Jesucristo es Dios, es el cimiento del edificio, no una ideología. El poner otros cimientos también afecta la vida de la Iglesia. De ahí nacen la discordia y la división, que no son de Dios, sino del diablo. La división destruye a la comunidad y dado que la santidad de Dios está en las personas, la división se convierte en sacrilegio. Por esta razón, para indicar la gravedad del acto, el Apóstol, con un lenguaje muy fuerte, añade: “Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros” (1 Co 3,17). “Somos el edificio de Dios del cual Jesucristo es el cimiento”. Prestamos atención todos los días a cómo construimos este edificio. Construimos de manera sólida si dejamos que Jesucristo sea el cimiento, porque Él es la roca, la piedra angular, en Él como nos recuerda el Apóstol, la construcción se eleva hasta formar un templo santo.
Señor Dios nuestro, te damos gracias porque mediante el Bautismo nos has hecho un edificio tuyo. Ayúdanos cada día a escuchar tu palabra y a ponerla en práctica para construir este edificio sobre bases sólidas. Haz que esta verdad de fe, que somos tu edificio del cual Jesucristo es el cimiento, ilumine siempre cada día nuestra vida para ser en el mundo testigos de tu amor y de tu misericordia. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor que vive y reina por los siglos de los siglos. Amen.
martes, 6 de septiembre de 2016
Lc 6, 12-19 Instituidos para predicar el Evangelio
Por aquellos días, Jesús se retiró al monte a orar y se pasó la noche en oración con Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, eligió a doce de entre ellos y les dio el nombre de apóstoles. Eran Simón, a quien llamó Pedro, y su hermano Andrés; Santiago y Juan; Felipe y Bartolomé; Mateo y Tomás; Santiago, el hijo de Alfeo, y Simón, llamado el Fanático; Judas, el hijo de Santiago, y Judas Iscariote, que fue el traidor.
Al bajar del monte con sus discípulos y sus apóstoles, se detuvo en un llano. Allí se encontraba mucha gente, que había venido tanto de Judea y Jerusalén, como de la costa, de Tiro y de Sidón. Habían venido a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; y los que eran atormentados por espíritus inmundos quedaban curados. Toda la gente procuraba tocarlo, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.
La página evangélica propuesta hoy para nuestra meditación concentra nuestra atención en la institución de los Doce. Se hablaba de la llamada de los primeros discípulos de Jesús, pero en la presente sección la llamada alcanza otro nivel: los "llamados" constituyen en adelante un grupo especial, que no solamente han de seguir a Jesús como los demás discípulos, sino que sobre todo han de estar con él para ser enviados a predicar.
La pregunta que surge de entrada es la siguiente: ¿por qué Jesús preconiza la cifra de doce a propósito de sus más próximos colaboradores? La cifra de doce hace referencia a las doce tribus de Israel, sobre todo a la esperanza relativa a la restauración del Pueblo de Israel al final de los tiempos. La restauración del Pueblo de Dios ya había sido anunciada por los profetas (cf. Is 44, 21-28; 49, 6-23; 60, 1-22), y la institución de los Doce es un comienzo de realización de la misma. Las explicaciones de Jesús sobre el papel determinante que desempeñarán en los últimos tiempos aquellos que le han seguido (cf. Mt 19, 28) confirma esta idea.
Otro elemento importante que considerar en el texto de Marcos es el cambio de nombre que experimentan algunos de los "llamados". Simón recibe el nombre de Pedro (del griego petra, que significa fundamento). Este cambio de nombre toma su sentido de la tradición judía en la que el nombre nuevo que se le da a alguien marca en su vida la adquisición de un nuevo puesto o un nuevo estatuto, como en el caso de Abrahán (Gn 17, 5) y Jacob (Gn 32, 29). En el caso específico de los discípulos mencionados, Pedro es llamado a desempeñar en adelante el papel de roca o de fundamento del nuevo Pueblo de Dios que Jesús quiere establecer (Mt 16, 18).
El texto propuesto a nuestra meditación indica algunas actitudes importantes a tener en cuenta en el ejercicio de nuestra predicación. La primera la sugiere la mención introductoria del texto, a saber: "Jesús llamó a los que quiso". La llamada de los discípulos depende enteramente aquí de la voluntad soberana de Jesús. Jesús llama como llama Dios y la respuesta a su solicitación ha de ser sin demora. Tenemos ahí una especie de advertencia a considerar la tarea de la predicación no como un mérito, sino como una gracia divina que hay que acoger con humildad y temor de Dios. En el ejercicio de nuestra tarea de predicación nos sucede a menudo poner por delante nuestras propias competencias o buen hacer, olvidando que sólo somos siervos inútiles, enteramente deudores de la gracia de Dios. San Pablo tiene una viva experiencia de esta gracia divina en su vida de apóstol, tal como confiesa él mismo: "Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no ha sido estéril en mí" (1 Co 15, 10). Siempre tendremos ocasión de hacer nuestra esta experiencia determinante de san Pablo en nuestro ministerio de predicación.
Otra actitud importante que tener en cuenta es la vida de intimidad con Jesús. Como indica el evangelista: "A doce los hizo sus compañeros". Los Doce fueron instituidos para estar con Jesús y compartir con él una vida de intimidad en la cual se dejarán instruir permanentemente, de tal manera que, alimentados con su Palabra de vida, sean capaces de ser testigos vivos de él en el mundo. Esta vida de compañerismo con Jesús parece haber sido lo que marcó profundamente la experiencia de santo Domingo, que no hablaba sino de Dios y con Dios. Es también la que fundamenta nuestra vida contemplativa, lo que la alimenta y hace fecunda nuestra predicación. Para llegar a ser predicadores de la misericordia de Dios necesitamos aprender a hacernos verdaderos compañeros de Jesús.
Señor Jesús, que instituiste a los Doce para que fueran compañeros tuyos y para enviarlos a predicar, concédenos tratar de vivir siempre contigo una intimidad profunda que reavive nuestra fe y provoque en nosotros el impulso para la predicación. Te lo pedimos a ti, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amen.
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