Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
La vida cotidiana de una familia judía del siglo I de nuestra era. Obligaciones rituales que debían cumplir tras el nacimiento de un hijo. ¡Purificación de la mujer! y “rescate” del hijo primogénito que se ofrecía al Señor.
Ritos acompañados de ofrendas materiales que hacían del Templo de Jerusalén “una casa de ladrones” como Jesús denunciará cuando sea adulto…
Pero José y María cumplen lo que está establecido con toda naturalidad, con la mejor de las voluntades, con el deseo de ser fieles al Señor.
De la misma manera, en esa casa del Señor que se presta a todo tipo de actividades ajenas al encuentro con Él, encontramos un personaje (mejor dos aunque en la lectura de hoy no aparezca) cuya vida, larga ya, se ha convertido en una espera pura, desinteresada y anhelante de la salvación que el Señor ha prometido. Y también esa realidad se da en el Templo.
Simeón y Ana han deseado tanto al Salvador, han escudriñado cada pequeño signo de su presencia a lo largo de tantos años, que han adquirido la capacidad de ver la LUZ de la salvación allá donde otros no ven nada. Y su vida se ve cumplida, plena, feliz, en el encuentro con un niño que externamente no ofrece ningún signo que pueda identificarlo con “aquel que ha de venir”.
Ojalá el deseo más profundo de nuestro corazón nos conduzca al encuentro con la salvación que viene a nosotros en la persona de un niño que no tiene nada, no puede nada…
Recuerda que cuando dejes este mundo, no puedes llevarte nada que hayas recibido; solo lo que has dado.
( San Francisco de Asis)
Alégrese el cielo, goce la tierra
Cantad al Señor un cántico nuevo,
cantad al Señor, toda la tierra;
cantad al Señor, bendecid su nombre.
Proclamad día tras día su victoria.
Contad a los pueblos su gloria,
sus maravillas a todas las naciones.
El Señor ha hecho el cielo;
honor y majestad lo preceden,
fuerza y esplendor están en su templo.
cantad al Señor, toda la tierra;
cantad al Señor, bendecid su nombre.
Proclamad día tras día su victoria.
Contad a los pueblos su gloria,
sus maravillas a todas las naciones.
El Señor ha hecho el cielo;
honor y majestad lo preceden,
fuerza y esplendor están en su templo.





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