domingo, 14 de febrero de 2016

Levítico 19,1-2.11-18:



El Señor habló a Moisés: «Habla a la asamblea de los hijos de Israel y diles: "Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo. No robaréis ni defraudaréis ni engañaréis a ninguno de vuestro pueblo. No juraréis en falso por mi nombre, profanando el nombre de Dios. Yo soy el Señor. No explotarás a tu prójimo ni lo expropiarás. No dormirá contigo hasta el día siguiente el jornal del obrero. No maldecirás al sordo ni pondrás tropiezos al ciego. Teme a tu Dios. Yo soy el Señor. No daréis sentencias injustas. No serás parcial ni por favorecer al pobre ni por honrar al rico. Juzga con justicia a tu conciudadano. No andarás con cuentos de aquí para allá, ni declararás en falso contra la vida de tu prójimo. Yo soy el Señor. No odiarás de corazón a tu hermano. Reprenderás a tu pariente para que no cargues tú con su pecado. No te vengarás ni guardarás rencor a tus parientes, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor."»


Desde el principio de la creación, Dios ha querido que el hombre encuentre su propio sentido como imagen suya. La rebelión de los ángeles y del propio hombre contra Dios, queriendo usurpar su lugar, en un acto de encumbramiento y soberbia, ha creado una situación de desigualdad y enfrentamiento entre los hombres. El orden primitivo de armonía y fraternidad, se ha quebrado y requiere un esfuerzo y vigilancia constante el restituirlo. Pero la presencia permanente y amorosa de Dios, en medio de su Pueblo, le recuerda que es en la justicia y en la caridad donde se reconstruye ese orden primigenio que Dios quiso para la humanidad.
Cuando Dios entrega a Moisés las tablas de la ley, le da unas pautas mínimas para favorecer ese orden fraterno, les dibuja un perfil de los mínimos que harán que pueda reinar la justicia y la hermandad entre los hombres. Esto lo recoge el texto que hoy leemos en esta lectura de Levítico. Pero además nos exige algo más, que luego recogerá el mensaje de Jesús con otra perspectiva más profunda: ama a tu prójimo como a ti mismo. Que la medida de tu amor, sea el mismo respeto, consideración y exigencia que tienes contigo; el cuidado que tú te procuras sea el que tú dispenses a tu hermano. Una regla sencilla de entender.




¡Cuántas veces exclamamos lo difícil que es verte Señor! Perdemos demasiado tiempo para amar preguntándonos cuándo te vimos con hambre, o con sed, o forastero, o desnudo, o enfermo, o preso y te dimos comida, bebida, hospedaje, vestido, consuelo, visita. Jesús nos responde claro y rápido: «Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis». Eso significa, si nos detenemos en contemplar la Palabra, que Jesús, incluso los propios oyentes -apóstoles, discípulos y seguidores- estaba rodeado de todas esas personas: hambrientos, sedientos, desnudos, migrantes, enfermos, presos. Si no, ¿a qué decir: «lo hicisteis con uno de estos»? Sus palabras declaran su proximidad con los humildes y sencillos, con los pobres, con los que claman misericordia. Y, ¿nosotros? Si miramos a nuestro alrededor, ¿también podemos decir que lo hacemos con «uno de estos»? ¿Dónde estamos situados en el mundo, en la sociedad? ¿Estamos cerca o lejos de los necesitados?

Señor Jesucristo, tú nos has enseñado a ser misericordiosos como el Padre del cielo y nos has dicho que quien te ve, lo ve también a Él. Muéstranos tu rostro y obtendremos la salvación. Te lo pedimos por intercesión de María, Madre de la Misericordia, a ti que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén. - 


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