En aquellos días, recibió Natán la siguiente palabra del Señor:
--Ve y dile a mi siervo David: "Esto dice el Señor: Cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza. Él construirá una casa para mi nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él padre, y él será para mi hijo. Tu casa y tu reino durarán para siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre”.
Y es que para el pueblo judío la llegada del Mesías era una promesa que Dios había hecho a la estirpe de David.
Somos ciertamente muy poca cosa, apenas nos cuesta reconocerlo, al contemplar la fragilidad e imperfección humanas, sin embargo, Dios no sólo ha tomado nuestra carne naciendo de una mujer, sino que se dejó cuidar en todo en su primera infancia por unos padres humanos; y luego, algo mayor, aprendió quizá sobre todo de su padre, José, las costumbres y tradiciones propias de su región, de su país, de su culto.
“SEÑOR, ¿QUÉ MANDÁIS HACER DE MÍ?”.
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