lunes, 10 de octubre de 2016

Lc 11, 37-41






Cuando terminó de hablar, un fariseo le rogó que fuera a comer con él; entró, pues, y se puso a la mesa. El fariseo se quedó admirado viendo que había omitido las abluciones antes de comer. Pero el Señor le dijo: «Vosotros, los fariseos, purificáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis llenos de rapiña y maldad. ¡Insensatos! El que hizo el exterior, ¿no hizo también el interior? Dad más bien en limosna lo que tenéis y entonces todo será puro para vosotros.





 Los fariseos eran laicos muy respetados que se dedicaban a cumplir la ley de Dios con la misma meticulosidad exigida a los sacerdotes del templo. Nadie se tomaba más seriamente el estudio y la observancia religiosa. Cuando ellos derribaron las águilas doradas que Herodes había colocado en la entrada del Templo de Jerusalén, Herodes, que temía su creencia en un Mesías inminente, fue despiadado en su respuesta.

Jesús estaba en pleno ministerio en el momento de la invitación mencionada aquí. Para entonces, Jesús ya había predicho su Pasión en dos ocasiones. No era la primera invitación que recibía para ir a casa de un fariseo o para enfrentarse a ellos y responder sus preguntas. En una ocasión anterior lo habían desafiado cuestionándolo respecto a la recogida de granos de un campo en sábado. Todos los pobres tenían permitido espigar, recoger las uvas caídas, comer del borde de los campos plantados reservados por la ley judía. Lo que no tenían permitido jamás, sin importar lo hambrientos que estuviesen, era hacer estas cosas en sábado.

Jesús reconoció dónde residía su ceguera. Los fariseos pagaban el diezmo al templo, lavaban sus copas, pagaban los impuestos gubernamentales. Habían cumplido su deber sin preocuparse por las consecuencias de la sequía, el hambre y las enfermedades que asolaron el Oriente Medio durante estos tiempos. El estado de la población general sugería que ellos estaban notablemente ciegos ante las palabras de Dt 15, 7-11.

En esa ocasión, él hará una distinción sobre la verdadera justicia. Lo vemos dar vida al Sal 119, 139 "me consume el celo porque mis enemigos olvidan tus palabras". Él sabía la indignación que despertaría yendo directamente a la mesa sin lavarse como estaba prescrito. Según el parecer de su anfitrión, este Predicador itinerante había ido demasiado lejos. Pero, ¿por qué no se indignaban a la vista de las multitudes hambrientas y enfermas que los rodeaban? Jesús necesitaba que ellos tuvieran un entendimiento más refinado.

Él estaba intentando impulsarles a reconocer su luz y a cooperar con ella. Reconocer la luz de Cristo y utilizarla para conseguir la justicia ante Dios conduce infaliblemente a la eterna verdad del Amor. Toda regla que brota de ese amor (Dt 15, 7-11 en este caso), es dinámicamente susceptible a expandirse a medida que la luz de nuestro Dios trino continúa alimentándola.







 Hoy Jesús nos recuerda que debemos buscar primero el Reino de Dios y su justicia y debemos amar como a nosotros mismos a todos aquellos que conocemos o deberíamos conocer.

Hoy nos preguntamos: ¿A quién no estoy viendo? Reconociendo mi propia necesidad de la Misericordia de Dios, ¿cómo debo conducirme de manera que mis esfuerzos por refrenar el mal, por mitigar el sufrimiento, sean completamente magnificados por el Amor de Dios?


 


 Señor, que tu luz fortalezca nuestro compromiso para proclamar tu verdad. Que tu luz brille a través nuestro y caliente, refresque a los quebrantados, marginados, atemorizados y necesitados. Danos, a los que te suplicamos, la gracia de comprender el espíritu de tu ley, de vivirlo en nuestro tiempo. Pedimos todo esto por medio de Cristo, nuestro Señor, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, un sólo Dios por siempre. Amén.




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